Una severa adicción a la heroína, provocada por un medicamento, orilló a un exingeniero de Boeing a una ola de asaltos bancarios en Estados Unidos; treinta en un año para ser exactos.
Anthony Hathaway no sabía que ese sería su último robo. Condujo por las calles de Seattle hasta estacionar la minivan de su hermana y se inyectó lo que le quedaba de heroína. Estuvo allí durante una hora, dormitó sobre el volante, se despertó y recordó la agenda del día.
Para asegurarse de que nadie lo seguía, condujo ocho kilómetros, y luego se dirigió a KeyBank, encontró un lugar para estacionarse y caminó a la entrada, como cualquier cliente. Vestía pantalones caqui y chamarra marrón, llevaba un paraguas abierto aunque casi no llovía. Iba desarmado, como siempre.
Se puso unos guantes de látex, se colocó una máscara en la cara y entró en el banco a las 17:25 horas. Como en otras ocasiones, ordenó que todos en el banco que se tiraran al piso, se acercó a la única ventanilla abierta y le pidió al cajero “billetes grandes, en denominaciones de cincuenta y de cien”.
Los empleados tienen la instrucción de nunca oponerse a un atraco, así que el cajero le entregó 2 mil 300 dólares. Hathaway guardó el dinero y en menos de un minuto salió del banco.
La policía y agentes del FBI lo estaban esperando. Tras 30 robos, la racha de este robabancos, una de las más prolíficas de la historia, había terminado. Hathaway, de 44 años, no se resistió.
Hathaway creció en Lynnwood, a unos 30 kilómetros al norte de Seattle. Era un buen chico y un estudiante aceptable. A los 20 años, con solo la preparatoria, fue contratado por Boeing Co. como diseñador técnico en el equipo responsable de las cocinas. Realizaba trabajos de diseño asistido por computadora en la fábrica de Boeing en Everett. Al cabo de diez años fue ascendido a ingeniero, la única persona en su grupo que alcanzó ese puesto sin un título universitario.
Por once años, Hathaway voló por el mundo en clase ejecutiva, ayudando a las aerolíneas clientes de Boeing a personalizar las cocinas. Se convirtió en ingeniero encargado de esa área en el avión 747-8 Intercontinental y, para el 2000, ganaba más de 100 mil dólares al año, un buen salario complementado por las ganancias de un puesto de café para llevar.
Hathaway no recuerda cuándo o cómo se lesionó un disco de la columna, pero para 2005 la hernia era tan dolorosa que a veces no podía levantarse de la cama. Se operó, y su médico le recetó OxyContin, un analgésico que desaparecía el dolor. “Era milagroso”, dice Hathaway, tan milagroso que se enganchó. En 2008, se sometió a una segunda cirugía de espalda y la adicción empeoró. Trituraba las cápsulas para aspirar la oxicodona y con el tiempo empezó a fumarla. Como necesitaba más de lo que el médico le prescribía, cada dos semanas pagaba 150 dólares para obtener una receta “por fuera”.
En 2010, Hathaway le dijo a un supervisor que tenía una adicción grave y que necesitaba rehabilitación. La compañía, afirma, fue muy comprensiva. “Me tomé un mes de descanso y me interné en un centro de tratamiento”, cuenta. Pero no pudo dejarla. “No le dije a nadie lo mal que estaba. Estaba avergonzado, tratando de descubrir cómo salir de este infierno”.
En ese infierno había perdido su casa y vivía en un auto Subaru en el estacionamiento de Boeing con su hijo de 18 años, Conner, quien también era adicto.
Para Hathaway, 2010 fue un año crucial, fue cuando Purdue Pharma, el fabricante de OxyContin, cambió la química de la píldora para que no pudiera aspirarse o calentarse para inhalar, y ya no era de liberación inmediata.
“Allí empezó la epidemia de la heroína”, relata Hathaway. Él y su hijo comenzaron a adquirir heroína en busca del mismo efecto que obtenían del Oxy triturado, consumían varios cientos de dólares en heroína todos los días, y el salario de Hathaway no bastaba. En junio de 2011 decidieron, de forma impulsiva, robar un banco. Fue Conner quien entró. Pero al salir con el dinero una bomba de tinta lo delató y la policía lo encontró escondido en un motel con su padre. Ambos fueron arrestados, pero solo Conner fue procesado, la policía no pudo probar que Hathaway había estado involucrado. En cualquier caso, pasó semanas en la cárcel y así acabó su carrera en Boeing.
Hathaway se mudó con su madre, enferma de EPOC, y los dos vivían de la Seguridad Social, hasta 2013. “Ahí fue cuando comencé a robar bancos”, dice. Incluso en su desesperación, Hathaway tenía una brújula moral, aunque torcida. Muchos adictos roban casas porque es fácil, pero Hathaway no podía. “No quería hacer miserable la vida de otra persona para tratar de mejorar un poco la mía”. Los bancos le parecieron buena idea. “El dinero estaba asegurado, y realmente no le robaba a otras personas”. Además, los cajeros no se resisten. “Sabía que puedes entrar allí y no necesitas un arma. Aparte escogía, cuando le era posible, bancos sin clientes dentro.
El primer atraco fue el 5 de febrero de 2013, en un Banner Bank en Everett, no lejos de la planta de Boeing donde Hathaway había diseñado cocinas para aviones durante 22 años. Eligió esa sucursal porque rara vez estaba llena y se encontraba justo a la salida de la autopista, que ofrecía un rápido escape.
Hathaway ensayó en casa, cronometró sus tiempos y experimentó con algunas máscaras. Eligió un gorro tejido de color gris que podía usar sin parecer sospechoso, luego lo jalaba hacia abajo sobre la cara hasta que el tejido se estiraba lo suficiente para ver a través de él. Sencillo pero efectivo. El robo fue un éxito. Se llevó poco más de 2 mil dólares y dos semanas después robó casi la misma cantidad de un banco Whidbey Island en Mill Creek.
Era tan fácil que al cabo de unos cuantos robos ya se había ganado un apodo, el Cyborg Bandit, porque los detectives pensaban que la máscara de tejido era una especie de malla metálica.
Para confundir a la policía, Hathaway cambiaba de disfraz. El segundo fue, en retrospectiva, ridículo. Cortó una camiseta para que solo quedara el cuello y la parte delantera, le hizo un par de agujeros para los ojos y la usó debajo de una camisa abotonada. Mientras se preparaba para entrar en un banco, la levantaba y se cubría la cara. La policía lo llamó el Elephant Man Bandit. La tercera y última máscara era una variante de la camiseta, pero esta iba en la frente, como una diadema, que luego desenrollaba sobre su cara. “Definitivamente fue la mejor de las tres”, recuerda.
Hathaway robó cinco bancos dos veces y dos bancos tres veces. El mayor botín fue de 6 mil 396 dólares de un banco Whidbey Island en Bothell, y el peor, 700 dólares, fue de Banner Bank, donde comenzó su oficio, la tercera vez que lo robó. Durante casi todo 2013 atracó un banco a la semana, salvo por una pausa en mayo y junio.
A medida que avanzaban los meses, los robos se hacían más fáciles; los días más cortos significaban que podía atracar cuando oscurecía, y la interminable lluvia del noroeste del Pacífico le permitía llevar un paraguas, una excelente manera de evitar ser captado por las cámaras cuando se acercaba. Por otro lado, cada vez era más difícil encontrar objetivos que se ajustaran a sus criterios. Los bancos habían contratado guardias (después de todo, había un ladrón serial de instituciones financieras suelto) y tenía que conducir más lejos y explorar más tiempo para elegir objetivos que resultaran seguros para un atraco.
El día de su robo número 29, Hathaway pasó la tarde en Lynnwood rondando un Chase Bank que había robado un mes antes. Estaba situado en una zona comercial donde había un supermercado Fred Meyer. Como el banco no paraba de recibir clientes, dirigió su atención al banco U.S. Bank dentro del Fred Meyer. “Fue un gran error”, recuerda. “Pasé todo el año haciendo todo lo posible para asegurarme de que nunca hubiera clientes, y ahora, por desesperación, rompía esa regla de oro”. Además, y este es un gran además, “mis dos hermanas trabajan en ese Fred Meyer”.
Hathaway entró de todos modos y robó 3 mil 450 dólares sin incidentes, excepto que un cliente lo siguió fuera de la tienda y lo vio entrar en una minivan Honda azul claro con una calcomanía de los Seahawks. Una minivan que pertenecía a una de esas hermanas.
La policía de Everett boletinó el vehículo y un par de días más tarde un patrullero notó que estaba estacionado afuera del dúplex donde Hathaway y su madre vivían al lado de su hermana. El FBI comenzó a vigilarlo 24 horas. Una semana más tarde, el 11 de febrero, perpetró el que sería su último atraco en el KeyBank de Seattle.
Poco después de ser detenido en el estacionamiento del banco, Hathaway se encontró esposado a un escritorio en una sala de interrogatorios en el Departamento de Policía de Seattle. Frente a él se encontraban el detective Len Carver de la policía de Seattle y el detective Mike Mellis de la Oficina del Sheriff del Condado de King, veteranos de numerosos casos de robo a bancos.
Los detectives le dijeron que llevaban tiempo observándolo y sabían que este no era su primer robo. “No nos topamos contigo en KeyBank por casualidad”, le dijo Carver, de acuerdo con una transcripción del interrogatorio. “Soy un adicto a la heroína”, respondió Hathaway, y luego les contó la historia de su descenso al infierno. “Esta adicción a los opiáceos… simplemente me arruinó la vida”.
Los dos policías recorrieron con Hathaway los 30 robos, uno por uno, y él confesó todos. Mellis recordaría luego que Hathaway estaba “triste, llorando a veces” a medida que avanzaba el interrogatorio de ocho horas. Anthony Hathaway les advirtió que a la mañana siguiente no podría responder a sus preguntas aunque quisiera. El ‘mono’ o síndrome de abstinencia se apoderaría de él, y estaría “en el peor dolor que puedan imaginar”. Por el momento, sin embargo, estaba lúcido. Los detectives querían detalles y Hathaway los daba. Les contó cómo seleccionaba los objetivos, el mejor momento para robarlos y dónde estacionaba el vehículo de escape.
A Carver y Mellis también les intrigaban las máscaras. Carver dijo que estaba seguro de que la máscara de cyborg estaba hecha de metal. Y el Hombre Elefante, ¿qué diablos era eso? “¿Era literalmente solo una camiseta sobre tu cabeza?”, preguntó Carver.
“¿Sabes algo?” dijo Mellis. “Debo admitir que la primera vez que te vimos con la camiseta en la cabeza bromeamos entre nosotros. Dijimos ‘este tipo va a ser fácil de atrapar’, y aquí estamos un año después aún intentando”.
“Pasé mucho tiempo planeando esto para no ser atrapado”, respondió Hathaway. Pero Carver le dijo que había cometido errores. Olvidó las cámaras de los cajeros automáticos, había empezado a repetir algunas prendas de vestir, como la sudadera roja que llevaba en este momento. Y luego usó la minivan de su hermana para robar un banco dentro de la tienda donde ella trabajaba. Después de un año de cuidadosos robos, ese parecía especialmente imprudente, incluso estúpido. “Te volviste descuidado al final”, agregó Mellis. “Fue una de las cosas que trajo tu perdición”.
“¿Fue demasiado fácil?” preguntó Carver. “Desafortunadamente, sí”, respondió Hathaway.
Carver le dijo a un fiscal que el nivel de sofisticación en estos robos era “mayor que cualquier otro atraco que había visto”. El hecho de que Hathaway nunca hubiera usado un arma o lastimado a nadie probablemente lo ayudaría en la corte.
Hathaway se desintoxicó en una celda de la cárcel del Condado de King, vomitó durante días en el baño que compartía con 20 hombres, hasta que sus delirantes alaridos lo pusieron en régimen de aislamiento por riesgo de suicidio. Cuando salió, regresó a la celda compartida y permaneció allí durante dos años, rechazando acuerdos de culpabilidad en espera de un mejor acuerdo del fiscal de distrito. Finalmente, en 2015, aceptó un acuerdo de declaración de culpabilidad. Hathaway se declaró culpable de cuatro cargos de robo en primer grado y un cargo de hurto en primer grado a cambio de ocho años y 10 meses. Ya había cumplido dos años y sumó tres más por buen comportamiento, de modo que la condena quedó básicamente en cuatro años, a cumplirse en el Complejo Correccional de Monroe, a 45 minutos al noroeste de Seattle.
Durante los dos años que pasó en la cárcel del condado, Hathaway escribió el borrador de su autobiografía, que tituló I Fade Away. Narró los robos, por supuesto, pero también su vida.
“Es realmente una historia dolorosa sobre un tipo que prácticamente lo tenía todo y lo perdió porque se volvió adicto a los analgésicos que le recetó su médico”, escribió en un correo electrónico desde la prisión. “Merezco estar en prisión por robar bancos. OxyContin me quitó casi todo. No me lo merecía”. Cuando lo transfirieron a Monroe, el borrador de su autobiografía se perdió.
Durante los últimos tres años, Hathaway, ahora con 50 años, ha estado viviendo en Monroe con más de dos mil reclusos. Primero estuvo en la prisión de máxima seguridad, pero después de un año, los funcionarios lo trasladaron a una unidad de seguridad mínima. Aquí tiene una ventana, un televisor con 90 canales y un trabajo de mantenimiento en la unidad de delincuentes especiales, donde gana 42 centavos de dólar por hora, y el 20 por ciento de eso se destina a las tasas judiciales y la restitución de sus delitos.
En cinco años, Hathaway podrá reclamar su pensión de Boeing. Ha escuchado que la empresa contrata a exconvictos. “Hay una posibilidad de que pueda volver”, señala. “Pero no estoy seguro de querer volver a trabajar para una gran empresa”.
Hathaway saldrá de prisión el 23 de diciembre, pero puede ser antes, tal vez este verano, si se aprueba su solicitud de arresto domiciliario con un brazalete en el tobillo.
Ha seguido de cerca las acciones iniciadas contra Purdue Pharma, y una vez libre, planea hablar con abogados y unirse a una demanda colectiva contra la compañía. “Hay muchas personas como yo a quienes se les recetó Oxy con fines legítimos, sin saber que era heroína farmacéutica, sin saber que era tan adictiva. Y lo perdieron todo”, dice. Él tendrá que comenzar de nuevo sin trabajo, sin casa, sin auto, necesitará reinventarse a los 50 años.
Hathaway todavía piensa en los bancos, tal vez demasiado. “Sin duda hay una increíble descarga de adrenalina cuando entras a un banco y saltas al mostrador”, dice. “Durante todo un año esa fue mi vida. Así que tengo que ser consciente. Esta vez planeo hacer las cosas bien y confío en lograrlo. Pero si por alguna razón las cosas se tuercen, sería muy fácil para mí volver a eso. Porque sé lo fácil que es. Lo he hecho treinta veces. Y con heroína encima. Creo que con una mente clara, las cosas habrían sido muy diferentes. Claro, no habría robado bancos en primer lugar”.