En cientos de casos, a los agentes policiales no se les enseñó o no siguieron las mejores prácticas de seguridad para el uso de la fuerza física y las armas, lo que creó una receta para la muerte.
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Carl Grant, un veterano de Vietnam con demencia, salió de una habitación de hospital para cargar un teléfono celular que imaginaba tener. Cuando se rehusó a quedarse quieto, el policía que lo escoltaba le aplicó una maniobra corporal que hizo rebotar la cabeza del paciente contra el suelo.
Taylor Ware, un exmiembro de la Infantería de Marina y aspirante a estudiante universitario, caminaba por terrenos cubiertos de césped de una parada de descanso en una autopista interestatal para tratar de sacudirse las voces en su cabeza. Después de que Ware huyera de un oficial, fue atacado por un perro policía, recibió la descarga eléctrica de un arma aturdidora, fue inmovilizado en el suelo y le inyectaron un sedante.
Y Donald Ivy Jr., exatleta de tres deportes, se alejaba solo de un cajero automático una noche cuando agentes policiales lo consideraron sospechoso y trataron de detenerlo. Ivy trató de irse, y la policía lo derribó, le aplicó una pistola paralizante, lo golpeó con porras y lo mantuvo boca abajo.
Todos esos hombres estaban desarmados. Ninguno de ellos era una amenaza para la seguridad pública. Y a pesar de eso, murieron después de que la policía utilizó un tipo de fuerza que se supone que no es mortal, y que puede ser mucho más fácil de ocultar que el disparo del arma de un oficial.
Diariamente, la policía se apoya en tácticas comunes que —a diferencia de las armas de fuego— están destinadas a detener a las personas sin matarlas, tales como las maniobras corporales para restringir, las armas aturdidoras y los golpes al cuerpo. Pero cuando se utilizan mal, estas tácticas pueden derivar en la muerte, como sucedió con el afroestadounidense George Floyd en 2020, lo que provocó una evaluación a nivel nacional sobre la actuación policial. Y si bien ese encuentro fue grabado en video y capturó las últimas palabras de Floyd —”no puedo respirar”—, muchos otros en todo Estados Unidos han pasado desapercibidos.
Receta para la muerte
En el transcurso de una década, más de mil personas murieron después de que la policía las sometiera por medios que no pretendían ser letales, según encontró una investigación encabezada por The Associated Press. En cientos de casos, a los agentes policiales no se les enseñó o no siguieron las mejores prácticas de seguridad para el uso de la fuerza física y las armas, lo que creó una receta para la muerte.
Este tipo de encuentros fatales ocurrieron en casi todas partes, según el análisis de una base de datos creada por la AP: grandes ciudades, suburbios y zonas rurales de Estados Unidos. En estados de tendencia republicana y en estados de tendencia demócrata. En restaurantes, centros para personas que requieren asistencia y, más comúnmente, en o cerca de la casa de quienes murieron. Los fallecidos procedían de todos los ámbitos de la vida: un poeta, un enfermero, un saxofonista de una banda de mariachi, un camionero, un director de ventas, un payaso de rodeo e incluso algunos agentes policiales fuera de servicio.
Sin embargo, el número de víctimas recayó desproporcionadamente en estadunidenses negros como Grant e Ivy. Las personas de raza negra constituyeron un tercio de quienes murieron a pesar de representar sólo el 12% de la población estadounidense. Otros a los que la policía aplicó fuerza física estaban incapacitados por una emergencia médica, de salud mental o de consumo drogas, un grupo especialmente susceptible a la fuerza incluso cuando se aplica con menor intensidad.
“Nos robaron”, dijo Kathy Jenkins, hermana de Carl Grant, cuya ira no ha disminuido en cuatro años. “Es como si alguien entrara en tu casa y simplemente tomara algo; es una violación hacia ti”.
La investigación
La investigación de tres años de la AP fue realizada en colaboración con los programas del Centro Howard para el Periodismo de Investigación de la Universidad de Maryland y la Universidad Estatal de Arizona, y FRONTLINE (de la cadena PBS). La AP y sus socios se centraron en la policía local, agentes del jefe policial y otros agentes que patrullaban las calles o respondían a llamadas.
Los reporteros presentaron casi siete mil solicitudes de documentos gubernamentales y grabaciones de cámaras corporales, recibieron más de 700 informes de autopsias o certificados de defunción y, en al menos cuatro docenas de casos, descubrieron videos que nunca han sido publicados ni distribuidos ampliamente.
Funcionarios médicos indicaron que las fuerzas policiales habián causado o contribuyeron a aproximadamente la mitad de las muertes. En muchos otros, no se mencionó un uso significativo de la fuerza por parte de la policía, y en su lugar se culpó a las drogas o a problemas de salud preexistentes.
Los videos de unas cuantas docenas de casos mostraron a algunos agentes policiales que se burlaban de las personas mientras morían, riéndose o haciendo comentarios como “cerdito sudoroso”, “grita como niñita” y “perezoso (improperio)”. En otros casos, los policías expresaron una preocupación evidente por las personas que sometían.
Desde hace años, el gobierno federal ha pasado apuros para contar las muertes después del uso de lo que la policía llama “fuerza menos letal”, y la poca información que recopila a menudo se mantiene oculta del público y está muy incompleta en el mejor de los casos. No más de un tercio de los casos identificados por la AP están vinculados con la policía en los datos federales de mortalidad.
Cuando se aplicó esta fuerza menos letal, pudo ser de forma repentina y extrema, encontró la investigación de la AP. Otras veces, la fuerza fue mínima y de todas formas las personas fallecieron, a veces por una sobredosis de drogas o por una combinación de factores.
En aproximadamente el 30% de los casos, la policía intervenía para detener a personas que estaban lastimando a otros o que representaban una amenaza. Pero aproximadamente el 25% de quienes murieron no estaban dañando a nadie o, cuando mucho, cometían infracciones de bajo nivel o causaban disturbios menores, según muestra la revisión de casos efectuada por la AP. El resto involucraba otras situaciones no violentas con personas que, según la policía, intentaban resistirse al arresto o huir.
Errores repetidos
Un hombre de Texas que deambulaba afuera de una tienda de conveniencia y se resistió a ir a la cárcel recibió hasta 11 descargas con un arma aturdidora y fue inmovilizado boca abajo durante casi 22 minutos, más del doble que George Floyd, según muestra un video no reportado previamente. Después de que un hombre de California quedó en silencio durante el interrogatorio, fue sometido, siete agentes se le subieron encima, le dieron cinco descargas con una pistola paralizante, lo envolvieron en un dispositivo de inmovilización y un médico le inyectó un sedante a pesar de que declaró: “no puedo respirar”. Y un adolescente de Michigan conducía un vehículo todo terreno a exceso de velocidad por una calle de la ciudad cuando un policía estatal le descargó un arma de electrochoques que le transmitió voltios de electricidad insoportable y chocó.
En cientos de casos, los agentes policiales repitieron errores que los expertos y los entrenadores han tratado de eliminar durante años, tal vez ninguno más predominante que la forma en que mantuvieron a alguien tendido con la cara hacia el suelo en lo que se conoce como sujeción boca abajo.
Muchos expertos policiales coinciden en que alguien puede dejar de respirar si se le sujeta ejerciendo fuerza sobre su pecho durante demasiado tiempo o con demasiado peso, y el Departamento de Justicia ha emitido advertencias en ese sentido desde 1995. Pero ante la carencia de un estándar nacional en las reglas, lo que se enseña a los policías con frecuencia queda a discreción de los estados y de los departamentos individuales. En docenas de casos, los agentes policiales hicieron caso omiso de las personas que dijeron que no podían respirar o incluso que estaban a punto de morir, y que a menudo pronunciaron las palabras: “no puedo respirar”.
Lo que siguió a los encuentros mortales reveló cómo, en general, el sistema de justicia suele trabajar para proteger a la policía del escrutinio, y a menudo deja a las familias en duelo sin saber realmente qué sucedió.
Usualmente los agentes fueron absueltos por sus departamentos en investigaciones internas. Algunos tenían antecedentes de violencia y unos cuantos estuvieron involucrados en varias muertes por inmovilización. Las autoridades locales y estatales que investigan las muertes también retuvieron información y, en algunos casos, omitieron detalles potencialmente dañinos en los informes.
Una de las últimas esperanzas de que haya rendición de cuentas desde dentro del sistema —lo que se conoce como “opiniones de muerte”— a menudo también exoneraron a los policías. Los médicos forenses y los “coroner” —funcionarios electos que investigan y certifican la identidad y causa de una muerte no natural, pero que no necesariamente son médicos o patólogos— que deciden sobre esto no vincularon cientos de las muertes con el uso de la fuerza, sino con accidentes, consumo de drogas o problemas de salud preexistentes, a veces con base en ciencia desacreditada o estudios incompletos de fuentes vinculadas a las fuerzas policiales.
Incluso cuando a estas muertes se les aplica la etiqueta de homicidio que suelen recibir los tiroteos policiales mortales, los fiscales rara vez persiguen a los agentes. Acusar a la policía es políticamente delicado y puede ser jurídicamente complicado, y la investigación de la AP identificó sólo 28 muertes que resultaron en tales cargos. Lograr una rendición de cuentas a través de tribunales civiles también fue difícil para las familias, pero al menos 168 casos terminaron en acuerdos o veredictos del jurado por un total de unos 374 millones de dólares.
Las muertes conocidas todavía promediaban sólo dos por semana, una fracción muy pequeña del total de contactos que la policía tiene con la población. Líderes policiales, agentes y expertos dicen que las fuerzas policiales no deberían cargar con toda la culpa. A medida que la red de seguridad social se desgasta, personas con problemas mentales o que consumen drogas estimulantes como cocaína o metanfetamina van a dar a las calles cada vez más. Los policías enviados para atender estas emergencias suelen estar mal capacitados por sus departamentos.
Si los incidentes se vuelven caóticos y los agentes tienen una fracción de segundo para tomar la decisión de usar la fuerza, “la gente sí muere”, dijo Peter Moskos, profesor de la Universidad John Jay de Justicia Penal y expolicía de Baltimore.
“La única manera de reducirlo a cero es deshacerse de la vigilancia policial”, dijo Moskos, “y eso tampoco va a salvar vidas”.
Pero puesto que Estados Unidos no tiene una idea clara de cuántas personas mueren de esta manera y por qué, responsabilizar a la policía y realizar reformas significativas seguirá siendo difícil, argumentó el doctor Roger Mitchell Jr., un líder en la presión para mejorar el monitoreo y uno de los pocos médicos forenses en jefe de raza negra cuando ocupó el cargo en Washington, D.C., de 2014 a 2021.
“Cada vez que alguien muere antes de tener que presentarse ante la corte, o muere en un ambiente donde el trabajo del gobierno federal o del gobierno local es cuidar de ti”, opinó, “se requiere transparencia. No puede quedarse en la oscuridad de la noche”.
“Este”, agregó, “es un problema estadounidense que debemos resolver”.
Aquellos que murieron
A Carl Grant no le interesaba mucho el fútbol americano. Así que el domingo del Super Bowl de 2020, dijeron familiares suyos, se subió a su Kia Optima negro para hacer compras de víveres cerca de su casa en los suburbios de Atlanta. El hombre de 68 años terminó a dos horas y media de distancia, donde se encontró cara a cara con la policía en un encuentro que pone de relieve varios hallazgos centrales para la investigación de la AP: era negro, no amenazaba con causar daño físico, y un asunto aparentemente rutinario se agravó rápidamente.
El ex miembro de la Infantería de Marina y propietario de una empresa de transporte de carga padecía demencia y cumplía los requisitos para ser considerado un veterano discapacitado. Mientras conducía esa noche, se desorientó y tomó una carretera interestatal al oeste hacia Birmingham, Alabama. Allí, Grant intentó entrar dos veces en casas que creyó eran la suya.
En ambas ocasiones, los residentes llamaron al teléfono de emergencias 911. Y las dos veces, los agentes policiales que respondieron optaron por usar la fuerza.
En la primera casa, Grant fue derribado al suelo y esposado después de que un agente policial dijera que había dado un paso hacia un compañero. Aunque uno de los policías intuyó que Grant estaba discapacitado, la policía lo liberó sin pedir a los médicos que lo examinaran, una decisión que un superior criticó después.
En una segunda casa a aproximadamente 800 metros (media milla) de distancia, la policía lo encontró sentado en una silla de la terraza. Al no obedecer la orden de abandonar el lugar, otro oficial lo empujó escaleras abajo, según un video de la cámara corporal que no se había dado a conocer previamente. Grant se abrió la frente en la caída.
El policía Vincent Larry —el que lo empujó— lo acompañó al hospital. Cuando Grant se rehusó a regresar a la sala de examinación, Larry utilizó un “derribo de cadera” no aprobado para levantarlo y tirarlo al suelo, según mostró el video de vigilancia del hospital. La parte trasera de la cabeza de Grant rebotó diez centímetros (cuatro pulgadas) del piso, estimó una enfermera, y se le dañó la médula espinal en el cuello.
Después de que Grant despertara de una cirugía de emergencia, pensó que su parálisis era una lesión de combate de la Guerra de Vietnam. “Lamento tanto que esto haya sucedido”, le dijo a su familia, recordó su hermana. Murió casi seis meses después a causa de la lesión.
Una investigación interna concluyó que la fuerza aplicada por Larry en el hospital fue excesiva y, a diferencia de muchos otros casos que encontró la AP, su departamento sí actuó: recibió una suspensión de 15 días. Ya no es empleado de la ciudad, dijo a la AP un portavoz de Birmingham. Ni Larry ni el departamento quisieron hacer comentarios. Un juez citó recientemente un error procesal al desestimar una demanda presentada por los herederos de Grant, quienes ya apelaron el fallo.
“Tiene casi 70 (años) y está confundido”, dijo Ronda Hernandez, la pareja de Grant. “Eso es lo que no entiendo. Simplemente no le haces eso a las personas mayores”.
Grant fue una de las mil 36 muertes entre 2012 y 2021 que registró la AP. Sin duda, se trata de una subestimación, porque muchos departamentos bloquearon el acceso a la información. Los archivos que otros publicaron tenían partes ocultadas intencionalmente con franjas negras, los videos fueron pixelados o difuminados y los funcionarios utilizaban habitualmente un lenguaje vago en sus informes que pasaba por alto el uso de la fuerza.
Todos menos el 3% de los muertos eran hombres. La edad de la mayoría oscilaba entre 30 y 49 años, un rango en el que la policía podría considerar que representan más riesgo de amenaza física. El más joven tenía apenas 15 años, y el mayor 95.
En números totales, los blancos de ascendencia no hispana fueron el grupo más grande y representaron más del 40% de los casos. Los hispanos eran poco menos del 20% de quienes murieron. Pero los afroestadounidenses se vieron especialmente afectados.
La representación desproporcionada de negros sigue los hallazgos de la investigación de que enfrentan tasas y severidad de uso de fuerza más altas, e incluso muertes. Luego de diversas investigaciones, el Departamento de Justicia ha encontrado que las personas negras representaron más detenciones injustificadas por delitos menores, registros ilegales que no produjeron contrabando, uso de fuerza innecesaria o arrestos sin causa probable.
Probar la discriminación
Los investigadores advierten que probar —o refutar— la discriminación puede resultar difícil debido a la falta de información. Pero en algunos casos identificados por la AP, los policías fueron acusados de valerse de estereotipos y detener a personas negras con base en sospechas, como le sucedió a Donald “Dontay” Ivy Jr.
Ivy era un residente de Albany, Nueva York, de 39 años, quien se destacó en el baloncesto durante la escuela secundaria, sirvió en la Armada de Estados Unidos y se graduó en la universidad con un título en administración de empresas. En una gélida noche de 2015, fue a un cajero automático para comprobar si había recibido ya un depósito por incapacidad retrasado. A los oficiales les pareció sospechoso porque caminaba con cierta inclinación y con sólo una mano en el bolsillo de su abrigo acolchado, indicios de que podría tener un arma o drogas, según concluyeron.
Ivy cooperó cuando lo detuvieron, pero —según dijeron— no respondió a la pregunta de cuánto dinero había retirado y negó un arresto previo. La policía interpretó el comportamiento de Ivy como engañoso, sin percatarse de que padecía esquizofrenia paranoide. Un testigo relató que Ivy parecía “lento” cuando hablaba.
Cuando un oficial tocó a Ivy para detenerlo —algo que en ocasiones desata una reacción violenta en algunas personas con enfermedades mentales graves—, la policía dice que Ivy comenzó a resistirse. Un oficial le descargó un arma de electrochoques y luego Ivy huyó. Los agentes lo alcanzaron y lo golpearon con porras, le aplicaron la pistola aturdidora varias veces más, lo pusieron boca abajo y se colocaron encima de él. Para cuando le dieron la vuelta, ya no respiraba.
El departamento rápidamente dictaminó que los policías actuaron apropiadamente y culpó a una “crisis médica” por su muerte, a pesar de que fue clasificada como homicidio. Un jurado invetigador se negó a presentar cargos. No obstante, el fiscal local instó a la policía a revisar las políticas relativas a las armas aturdidoras, el uso de porras y el trato a personas con enfermedades mentales.
La rama local de la Unión de Libertades Civiles de Nueva York siguió cuestionando la detención, y dijo que había “razones fuertes para sospechar” que Ivy fue objeto de discriminación racial. Tras años en los tribunales, la ciudad pagó 625.000 dólares para llegar a un acuerdo con los herederos de Ivy. Chamberlain Guthrie, su primo y amigo cercano, refirió que la manera en que la vida de Ivy llegó a su fin fue una de las cosas más dolorosas por las que ha pasado su familia.
“Otra cosa sería si Dontay anduviera allá afuera siendo un rufián y fuera un criminal”, dijo Guthrie. “Pero él no era nada de eso”.
Cuando el uso de la fuerza sale mal
Si las personas murieron después de que la policía las sometió, a menudo se debió a que los agentes actuaron demasiado rápido, demasiado fuerte o durante demasiado tiempo y, en muchas ocasiones, debido a todo lo anterior.
Estados Unidos no tiene reglas nacionales sobre cómo aplicar la fuerza exactamente. En cambio, las decisiones de la Corte Suprema establecen amplias barreras de seguridad que consideran la fuerza como “objetivamente razonable” o “excesiva”, con base en parte en la gravedad de la situación, en si hay una amenaza inmediata a la seguridad y en la resistencia activa que presente el sujeto.
Eso con frecuencia deja a los estados y a las autoridades locales a cargo de determinar los detalles durante la capacitación y en la aplicación de políticas. Las mejores prácticas del gobierno y de organizaciones policiales privadas han tratado de llenar esos vacíos, pero no son obligatorias y a veces se ignoran, como ocurrió en cientos de casos revisados por la AP y sus socios.
En 2019, la madre de Taylor Ware —el ex infante de Marina con planes de ir a la universidad— llamó al 911 cuando él no quiso regresar a su camioneta durante un episodio maníaco causado por su trastorno bipolar. Dijo al despachador que Ware necesitaría margen de maniobra e instó a la policía a aguardar refuerzos porque él era exluchador y podría ser difícil de manejar, un consejo que seguía las mejores prácticas, pero que no fue implementado.
El primer agente policial que se encontró con Ware en una parada de descanso en una autopista en Indiana vio al joven de 24 años extenderle una mano a modo de saludo. Ware después caminó tranquilamente por un campo cubierto de césped y se sentó con las piernas cruzadas.
El oficial, un alguacil de reserva no remunerado, aseguró a la madre de Ware que ya había recibido llamadas como esa antes. Mientras ella y una amiga de la familia observaban, él se detuvo a unos 3.3 metros (10 pies) frente a Ware, según un video filmado por la amiga y obtenido por la AP. Su perro policía ladró y se abalanzó varias veces, una provocación que a los agentes se les dice que deben evitar con las personas emocionalmente angustiadas. Ware permaneció sentado.
Después de unos minutos, Ware caminó hacia el estacionamiento. Allí, dijo el oficial, Ware lo empujó, un acto de una fracción de segundo que la amiga pone en duda. Su video muestra a Ware corriendo y al policía dar al perro la orden de atacar, lo que desencadenó un aluvión de fuerza que terminó con Ware en coma. Murió tres días después.
Un comunicado de prensa de la policía dijo que Ware tuvo un “evento médico”, una explicación que hace eco de la manera en que la policía describió por primera vez la muerte de George Floyd. El fiscal de Indiana declinó presentar cargos y elogió a los agentes por su “increíble paciencia y moderación”. La carta de su oficina pasó por alto o dejó fuera detalles clave: varias mordidas de perro, varias descargas con armas aturdidoras, sujeción boca abajo y una inyección del poderoso sedante ketamina.
En docenas de otros casos identificados por la AP, a las personas que murieron les fueron administrados sedantes sin su consentimiento, a veces después de que los agentes instaron a los paramédicos a utilizarlos, una recomendación que los cuerpos policiales no están calificados para hacer.
Un investigador forense dictaminó que la muerte de Ware se debió a causas naturales, específicamente “delirio excitado”, un término para un problema de salud que la policía dice que causa agitación, frecuencia cardíaca rápida y otros síntomas que pueden ser mortales. No obstante, los principales grupos médicos se oponen a usar el término como diagnóstico, y dicen que con frecuencia es un intento de justificar el uso excesivo de fuerza.
“Era como si hubiese sido culpa de su propio cuerpo, no culpa de la policía”, dijo Briana Garton, hermana de Ware, sobre el fallo de la autopsia.
Dos expertos que revisaron el caso para la AP dijeron que las acciones policiales —tales como la orden al perro de atacar, el uso de un arma de electrochoques en el esternón y la sujeción boca abajo con esposas y presión en la espalda— contribuyeron a la muerte de Ware.
“Este no fue un servicio adecuado”, dijo Stan Kephart, experto en prácticas policiales y exjefe de policía. “Esta persona debería estar viva hoy”.
Al igual que con Ware, los agentes policiales recurrieron a la fuerza en aproximadamente el 25% de los casos, a pesar de que las circunstancias no eran inminentemente peligrosas. Muchas comenzaron como llamadas de rutina que otros policías han resuelto de manera segura en repetidas ocasiones. Incluían emergencias médicas reportadas telefónicamente por familiares, amigos o la persona que falleció.
Peligro creado
Al usar la fuerza prematuramente, la policía introdujo violencia y volatilidad y, a su vez, tuvo que utilizar más armas, controles o restricciones para recuperar el control, un fenómeno conocido como “peligro creado por los agentes policiales”. A veces comienza cuando la policía malinterpreta la confusión, intoxicación o incapacidad de comunicarse de alguien debido a un problema médico, y piensa que se trata de un desafío.
A veces no resultó claro qué llevó al uso de la fuerza. En más de 100 casos, la policía ocultó detalles clave o los testigos contradijeron el relato del policía, y no existían videos de las cámaras corporales para aportar claridad. Pero en aproximadamente el 45% de los casos, los agentes policiales utilizaron la fuerza física tras decir que alguien intentó evadirlos o resistirse al arresto por circunstancias no violentas. Algunas personas se echaron a correr con drogas, por ejemplo, o simplemente agitaron los brazos para resistirse a las esposas o se retorcieron mientras las sujetaban.
Muchas veces, la manera en que los agentes policiales sometieron a las personas infringió las mejores prácticas policiales, especialmente cuando utilizaron las herramientas habituales para sujetar a las personas boca abajo y aplicarles pistolas aturdidoras.
Cuando se hace correctamente, el colocar a alguien con el rostro hacia el suelo o darle una descarga eléctrica no supone un riesgo inherente para su vida. Pero existen riesgos: la sujeción boca abajo puede comprimir los pulmones y ejercer presión sobre el corazón, y el fabricante de las armas aturdidoras marca Taser ha advertido que no hay que aplicar descargas repetidas o apuntar al cuerpo cerca del corazón. Estos riesgos se intensifican cuando no se siguen los protocolos de seguridad, o cuando se trata de personas con enfermedades mentales, ancianos o consumidores de drogas estimulantes.
Algunos policías involucrados en las muertes testificaron que les habían asegurado que la posición boca abajo nunca era mortal, encontró la AP, mientras que muchos otros fueron entrenados para girar a las personas sobre su costado con el fin de ayudar a la respiración y simplemente no lo hicieron.
“Si estás hablando, estás respirando hermano”, dijo un policía —repitiendo un mito común sobre la sujeción boca abajo— a un hombre de Florida que había recibido 12 descargas con armas de electrochoque.
“(Con) el estómago (contra el suelo) es (un) lugar ideal para que estén. Les es más difícil golpearme”, testificó un oficial sobre la muerte de un hombre de Minnesota que fue hallado dormido en una tienda de comestibles e inmovilizado durante más de 30 minutos.
En docenas de videos de policías o testigos, quienes murieron comenzaron a desvanecerse frente a la pantalla y su respiración se volvió superficial, como le sucedió a Oral Nunis, de 56 años, en los suburbios de San Diego.
Nunis sufrió una crisis nerviosa en el apartamento de su hija en 2020. Se había calmado, pero entonces el primer policía que llegó lo agarró del brazo apenas cuatro segundos después de hacer contacto visual con él. Nunis suplicó que lo dejara sin esposar. El agente policial persistió en hacerlo. Nunis se agitó y corrió hacia fuera.
De 1,65 metros (5 pies y 5 pulgadas) de estatura y 66 kilogramos (146 libras) de peso, Nunis rápidamente fue inmovilizado por varios oficiales, cada uno de los cuales pesaba al menos 36 kilogramos (80 libras) más que él. Aunque su cuerpo quedó quieto, mantuvieron la presión, lo envolvieron en un dispositivo de sujeción de cuerpo completo y le pusieron una mascarilla especial para evitar que escupiera o mordiera. A sólo 3.3 metros (10 pies) de distancia, su hija intentó consolarlo en sus últimos minutos: “Papi, sólo respira”.
La oficina del fiscal de distrito absolvió después a la policía, y calificó que la fuerza que había aplicado era razonable porque Nunis había presentado una “resistencia anormalmente fuerte” para su tamaño.
Como parte de la demanda de la familia, dos patólogos concluyeron que la inmovilización que utilizaron los agentes policiales provocó su muerte. A un policía se le preguntó bajo juramento si la presión sobre la espalda de alguien podía afectar la respiración. “He tenido varios cuerpos encima de mí durante diferentes escenarios de entrenamiento”, dijo el oficial de 1.82 metros (6 pies) de estatura y 120 kilogramos (265 libras) de peso, “y nunca tuve dificultad para respirar”.
La información sobre el uso de armas aturdidoras también puede ser errónea. Un policía utilizó una contra Stanley Downen, de 77 años, exherrero con mal de Alzheimer que participó en la Guerra de Corea, mientras deambulaba por los terrenos de su residencia para veteranos en Columbia Falls, Montana. La electricidad paralizó su cuerpo y lo hizo caer sin control de las extremidades. Se golpeó la cabeza contra el pavimento y murió más tarde.
El oficial declaró bajo juramento que no había leído ninguna advertencia, incluidas las de Axon Enterprise Inc. —el fabricante de las armas Taser— sobre los riesgos de aplicar descargas eléctricas a los ancianos o a personas que podrían resultar heridas si se cayeran. Testificó que Downen estaba “armado con rocas”, pero un testigo dijo a la policía que Downen nunca levantó las manos para arrojarlas. El jefe de policía absolvió al oficial, aunque un experto policial contratado por la familia halló que no siguió las prácticas aceptadas.
En aproximadamente el 30% de las muertes que registró la AP, civiles y policías enfrentaron un peligro potencial o evidente, circunstancias atenuantes que significaron que la policía no siempre siguió las mejores prácticas. En aproximadamente 170 de esos casos, los agentes dijeron que una persona se precipitó, lanzó un golpe, o se abalanzó hacia ellos, o la policía llegó y encontró a personas que sujetaban a alguien tras una pelea. En los otros 110 casos, aproximadamente, los agentes policiales intentaban detener ataques violentos contra otras personas, incluidos policías.
Está el caso de un hombre de Kansas que usó a su madre anciana como escudo cuando llegaron los policías. Y hubo un albañil de 41 años en Minnesota que estranguló y golpeó a su hija adulta antes de agarrar a una policía por el cuello y arrojarla contra una ventana.
En uno de los encuentros más violentos, tres agentes policiales en Cohasset, Massachusetts, se enfrentaron a Erich Stelzer, un fisicoculturista de 1,98 metros (6 pies y 6 pulgadas) de estatura que apuñalaba a la mujer con quien había salido con tal saña que las paredes estaban rojas de sangre.
En lugar de disparar sus pistolas esa noche de 2018, dos de los agentes policiales usaron sus armas de electrochoques y lograron esposar a Stelzer, de 25 años, mientras se retorcía en el suelo. Stelzer dejó de respirar y los policías no pudieron reanimarlo. El fiscal local determinó que habían manejado la situación de manera adecuada y que se habría justificado dispararle a Stelzer porque presentaba una amenaza letal.
Si bien los agentes policiales se sintieron aliviados de haber salvado la vida de la mujer, también fue duro para ellos saber que habían matado a un hombre a pesar de que hicieron todo lo posible para evitarlo.
“A medida que pasó el tiempo después del incidente, estaba claro para mí que él era hijo de alguien, hermano de alguien”, dijo el teniente detective Gregory Lennon. “Y lamento que haya muerto. No era nuestra intención”.
Falta de rendición de cuentas
Comprender cómo y por qué las personas mueren después del uso de la fuerza puede resultar difícil. La información suele ser escasa o el gobierno en todos los niveles no comparte la que tiene.
Lagunas
En 2000, el Congreso comenzó a intentar que el Departamento de Justicia realizara un seguimiento de las muertes relacionadas con las fuerzas policiales. El departamento ha reconocido que sus datos están incompletos, culpa a los informes irregulares de los departamentos de policía, y no da a conocer la información que existe.
Los datos de mortalidad que llevan los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés) también tienen lagunas. La AP descubrió que cuando un certificado de defunción no incluye palabras como “policía” y “fuerzas del orden”, el software de lectura de los CDC no clasifica la muerte como una en la que estuvo involucrada una “intervención legal”. Esto significa que los datos de muertes indicaban que había habido participación de la policía en, como máximo, el 34% de las más de mil muertes que la investigación identificó.
Entre los fallecimientos mal etiquetados se encuentra el de Daniel Prude, un hombre negro de 41 años. Murió en 2020 mientras estaba inmovilizado y cubierto con una capucha para impedir que escupiera y mordiera en Rochester, Nueva York. El incidente de alto perfil fue captado en video, pero si bien su certificado de defunción indicaba “restricción física”, no hacía mención directa a la policía.
Los CDC reconocen que los datos subestiman las muertes que involucran a la policía, pero dicen que su objetivo principal no era señalar esa participación. El personal carece de tiempo o de recursos para corroborar los detalles del certificado de defunción, dijeron los funcionarios.
En 2017, patólogos destacados recomendaron agregar una casilla de verificación al certificado de defunción estándar de Estados Unidos para identificar muertes relacionadas con las fuerzas policiales, como ya se hace con el consumo de tabaco y el embarazo. Argumentaron que mejores datos podrían ayudar a establecer mejores prácticas y prevenir muertes. No obstante, la propuesta no ha ganado fuerza.
“Este es un secreto muy antiguo, no muy secreto, sobre el problema aquí: sabemos muy poco”, dijo Christy Lopez, profesora de derecho de la Universidad de Georgetown, quien hasta 2017 dirigió la oficina del Departamento de Justicia que investiga a las agencias policiales por uso excesivo de la fuerza.
Mientras tanto, las leyes en estados como Pensilvania, Alabama y Delaware bloquean la divulgación de la mayor parte de la información, si no es que de toda. Y en otros lugares, como Iowa, los departamentos pueden decidir qué desean revelar, incluso a familiares como Sandra Jones.
El esposo de Jones, Brian Hays, de 56 años, había luchado contra una adicción a los analgésicos desde que se lesionó el hombro en su trabajo en una fábrica. Ella lo vio con vida por última vez una noche de septiembre de 2015, después de que él llamara al 911 porque su salud mental y su consumo de metanfetaminas estaban haciendo que tuviera alucinaciones. Los policías que llegaron a su casa en Muscatine, Iowa, le ordenaron a ella que se fuera.
A la mañana siguiente, un hospital se comunicó con Jones para informarle que Hays estaba allí. Mientras Hays se encontraba conectado a aparatos de soporte vital, los médicos le dijeron a ella que tenía varias marcas de armas de electrochoques en el cuerpo y raspaduras en la cara y las rodillas, recordó. Los vecinos también dijeron que habían visto a Hays correr fuera de la casa, vestido sólo con calzoncillos, y doblar la esquina antes de que los agentes policiales lo alcanzaran.
Cuando Jones se dispuso a desentrañar lo sucedido, refirió, la policía se negó a entregar sus informes. Más tarde, un detective le dijo que los agentes policiales habían descargado armas aturdidoras contra Hays y le habían atado los pies antes de que sufriera un paro cardíaco. Ella no podía entender por qué fue necesario usar tanta fuerza.
Con el tiempo, Jones logró obtener el informe de la autopsia de la oficina del médico forense, y confirmó que había habido fuerza y forcejeo. Pero un abogado le dijo que era poco probable que ganara una demanda para obtener más información. La muerte de Hays ni siquiera apareció en las noticias locales.
“Todo lo que sé es que algo terrible sucedió esa noche”, dijo. “Me lo he imaginado tirado en ese camino de cemento más veces de las que puedo contarte. Me lo imagino allí, con dificultad para respirar”.
The Associated Press recibe apoyo de la Fundación para el Bienestar Público con el fin de realizar reportajes centrados en la justicia penal. Esta historia también fue apoyada por el Centro Ira A. Lipman de Periodismo y Derechos Humanos y Civiles de la Universidad de Columbia en conjunto con Arnold Ventures. La AP es la única responsable de todo el contenido.